La visita a la ciudad siempre me cambia el punto de vista, me sitúa en la realidad. Y la realidad deja mucho que desear. La gente es un horror, una falta de gusto clamorosa. Se palpa la decadencia.
En el tren, cuatro jóvenes francesas. Una de ellas oculta su prodigiosa histeria tras un aluvión de palabras. Me dan ganas de abofetearla. Afortunadamente, no entiendo lo que dice y puede leer.
En la biblioteca, una joven musulmana, alta y esbelta, elegante. Un gran pañuelo blanco que cae sobre los hombros. Ninguna de las descocadas de la calle está a su altura y, sin embargo, de cara a la ideología dominante, esta islámica es una oprimida que no sabe ser independiente ni dueña de sí misma.
Exposición sobre land-art. No la soporto. Es increíble que me haya interesado tanto este tipo de arte. Un camelo intelectualizado. Los artistas lo aprovechan todo: las fotos, los esquemas, las cartas. Cualquier basurita es elevada a la categoría de arte. La gran mistificación, el gran negocio, el pestilente pesebre. A cuenta de nuestro ingenuo aldeanismo, nuestra pretenciosidad.
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